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Volver a la lista Añadido el 19 abr 2007

Luis Núñez Borda

pintor
Apuntes

Bogotá, 1872
........ Y es en esta capital, donde el 21 de junio de 1872 nace Luis Núñez Borda en una casa del barrio de La Candelaria situada en la calle 10a. con carrera 3a. Fueron sus padres, Juan Nepomuceno Núñez Uricoechea y Ana Borda Caro, y sus hermanos, Carlos, Inés y Sofía. Por el lado paterno su ancestro era cartagenero por lo Núñez y bogotano por lo Uricoechea; por el materno, netamente bogotano.


De los Núñez de Cartagena parece haber heredado una especie de neurosis manifiesta en un carácter retraído cuando se trata de enfrentarse a círculos sociales más amplios y más aún, cuando ellos se convierten llanamente en luz pública. Perteneciente por nacimiento a la más alta esfera social de la época, el pintor desechó la figuración social y tal vez por su mismo origen, consideraba este interés de figuración, tan propio de la Bogotá de entonces, como innecesario y arribista para quien como él estaba seguro de su ancestro. Esta forma de aislamiento hacia el exterior, no excluyó el que Núñez Borda tuviera, a su manera, una intensísima vida social dentro de un grupo íntimo en el cual se enfatizaba lo artístico y lo cultural. Este grupo íntimo lo conformaban no sólo sus familiares, sino algunos de sus colegas de oficio y sus amigos personales.

Su excesiva modestia repercutía en el reato a dar a conocer su obra pictórica fuera de tales allegados. Tal así, que solamente se sabe que hasta la década del treinta el pintor participó únicamente en tres exposiciones colectivas. No obstante su extrema discreción en difundir y hacer conocer su obra, dentro del ambiente cultural de la época, su obra era conocida no sólo ella por plasmar los paisajes sabaneros sino por una peculiaridad que lo destacaba por encima de sus contemporáneos: pintaba la arquitectura santafereña, aún remitiéndose a obras anteriores de reconocidos pintores y grabadores o a antiguas láminas que describían rincones de la vieja ciudad, que ya no existían o que se encontraban modificados en su época.

Tan representativa era su pintura del Bogotá santafereño que cuando el Cabildo y el Concejo de Bogotá quisieron buscar un pintor que ilustrara la historia de la ciudad, como un homenaje a ésta en sus cuatrocientos años, escogieron a Núñez Borda sin que se hiciera necesario un concurso para tal fin. La cristalización de este homenaje la llevaron a cabo José Vicente Ortega Ricaurte y Daniel Samper Ortega en libro que editaron en 1938 con 98 cuadros de Luis Núñez Borda, los cuales sirvieron para conformar la primera exposición individual del pintor, en el antiguo Cabildo.

Los cuadros del libro del cuatricentenario de Bogotá, elaborados por el pintor, cayeron lentamente en el olvido. Parte de la colección se quemó el 9 de abril de 1948 en la Casa de los Oidores, y con el descuido propio de administradores del Estado los cuadros restantes terminaron colgados en la cafetería del Concejo. Y en 1955 fueron dados de baja por esta institución, y obsequiados como objetos sin valor definido al sacerdote Luis Alberto Castillo, director del Amparo de Niños. El Padre Castillo, a su vez, ignorando la importancia de la obra entregó a un chofer, como pago de servicios, una de las colecciones más bellas de nuestro arte, nuestra historia y nuestro patrimonio cultural.

Comparando el tamaño de los originales de los cuadros que ilustraron el libro de 1938, entre sí hoy parcialmente recuperados, y que se presentan en esta edición, puede notarse que algunos de ellos fueron repetidos en diferentes formatos por el mismo pintor a instancias del editor Ortega Ricaurte, con el objeto de que aparecieran en el libro su tamaño original. El tamaño de serie de las 98 obras es de 16 x 12 centímetros, y de esta misma serie, los que el editor quiso que aparecieran en página total, fueron los que Núñez Borda repitió en un tamaño de 34 x 24 centímetros. Posteriormente, el artista no sólo repitió en originales algunas de estas pinturas, sino que pintó detalles de las mismas, a petición de amigos y habituales coleccionistas, con el objeto de subsanar la pérdida de la colección entregada por el Concejo al Padre Castillo.

Alrededor de la primera década de 1900, Núñez Borda contrae matrimonio con Felisa Pontón Espinosa de los Monteros, sobrina de don José María Espinosa, el Abanderado de Nariño y el más grande retratista del Libertador.

Este hecho, combinado con sus exiguos ingresos de artista, hace que Luis Núñez inicie un período en su vida, en el cual, el núcleo familiar se diluye en una familia extensa. Fue así como su cuñado, Antonio Pontón Espinosa y su esposa Rebeca Pizarro, compartieron por largos años casa y hogar con la recién estrenada pareja. Y fue Antonio Pontón quien siempre llevó a cuestas, la mayor parte de la carga económica del sostenimiento de las dos parejas, que vivieron alimentadas de buena voluntad, calor y una sensibilidad artística sin límites.

A medida que fueron llegando los hijos, la colaboración entre las parejas se hizo más estrecha, y los muy bien definidos intereses artísticos de Luis Núñez y Antonio Pontón -este último gran violinista-, hicieron que los niños se interesaran por aprender música y pintura. Curiosamente, el hijo del pintor resultó músico y el del músico pintor. Más tarde, estos muchachos asumieron la pintura y la música como profesión por el resto de sus vidas: Jorge Núñez Pontón y Arturo Pontón Pizarro; el primero guitarrista y, el segundo, pintor, claramente influido por su tío, se ha dedicado a plasmar estampas bogotanas y sabaneras.

No es difícil imaginar, pues, qué ambiente, qué aire podía respirarse en la casa de los Núñez Pontón y los Pontón Pizarro, ubicada para entonces en San Cristóbal Sur, casona de tres patios y solar, de ventanas arrodilladas, portón con aldabón de cobre, zaguán, trasportón, comedor con alacenas y seibó, tinajas para recoger el agua llovida, y filtro de piedra para hacerla pura. Alberca y aljibe. Papayuela y brevo. Caracolas marinas de tranca puertas. Visillos. Postigos.

Y en las noches, la tertulia con refresco. Aquel refresco que don José María Vergara y Vergara inmortalizara en su escrito "Las Tres Tazas". En razón de su época, a las familias Núñez y Pontón debió corresponderles todavía el sabroso chocolate con espuma irisada. Pero los ingresos fijos de Antonio, empleado de la Contraloría de la Nación, no alcanzaban para estas finuras. El aguadepanela bien caliente y con mogollas, muchas veces aportadas por los mismos convidados a sus tertulias, la deliciosa charla salpicada de calambures, satisfacía plenamente a todos esos hombres y mujeres que disfrutaban de la animación de las reuniones familiares y de íntimos, donde se tocaba el tiple, la bandola, la guitarra, se cantaban a coro los bambucos, se bailaban los pasillos, y se tocaba el violín -instrumento de muy seria categoría en la escala de valores de esos años-, que en ocasiones permanecía silencioso o acompañaba a algún lieder de Schubert interpretado por una soprano improvisada, pero no por ello menos grata. El pintor, entonces, se convertía en tiplista aficionado.

Asiduos a estas frecuentes horas del refresco, cuando no de las onces, eran Mariano y Rafael Ortega, Nicolás Bayona Posada, Coriolano Leudo, los Hernández de Alba, Pepe González Concha, los Gamba y todos los Caro.

Mariano Ortega y Coriolano Leudo fueron dilectos amigos del pintor, desde su juventud, años dorados en los que desarrolló su gran capacidad como conversador de temas literarios, artísticos, musicales, ya que no políticos, a pesar de haber permanecido fiel al partido conservador. Hombre festivo, le encantaban los chistes, le encantaba la vida. Y era, en la magnífica apreciación de su médico y amigo, "un individuo que tomaba la vida con el estoicismo del buen santafereño".

Con la generosidad del bondadoso, siempre recibió en su casa a parientes y amigos, ricos o pobres, quienes, de todos modos venían a engrosar la gran familia. Unas veces -y dependiendo de las finanzas personales de cada quien-, para compartir y repartir exiguos restos de la despensa y otras veces, para surtirla, como lo hizo Luis Borda Malo quien era su primo y persona adinerada, que no llevaba "rancho" pero debaja un óbolo amplio para las necesidades.

Necesidades que iban desde el pan, colegio de los niños, las velas y luego de las bujías, hasta el obligado pago del deshollinador. De lo anterior, al transporte tranviario de mulas, para llevar a su esposa a consulta médica y, de vez en cuando, al imperativo del Tesoro Nacional, o al siempre inevitable pago del arrendamiento. Es de anotarse aquí, que los Núñez Pontón y los Pontón Pizarro, hicieron el obligado viacrucis de las familias de bien y sin bienes de la época: de Bosa a San Cristóbal y luego a Chapinero, con todo y sus inmarcesibles trasteos de armariones, piano de cola, infinidad de mesas de matas, la imposible del comedor, los doseles resquebrajados y de dudosa continuidad, el espacio habitat de las jaulas de los canarios, alondras, ruiseñores y uno que otro toche desgarbado (que durante el trasteo en zorra, debían conservar con alpiste su totuma), amén de los trebejos que nunca -afortunadamente para los anticuarios-, se pudieron botar.

Las necesidades también fueron desde la mazamorra con tallos, hasta la insaciable hambruna del pintor por sus pinceles, por su sobre qué pintar, por su con qué pintar, es decir, por su cómo pintar.

Luis Núñez Borda, el condiscípulo de Borrero, de Zamora, de Leudo, no tenía pinceles, no tenía óleos, no tenía lienzos. Pintó, como algunos otros, sobre las maderas de las cajas de bocadillos veleños y sobre cartones, y posteriormente sobre cartones recubiertos con lienzos preparados de Chantraine. No faltó el lujo de la tela. Los pinceles y óleos eran adquiridos a cambio de su propia pintura, de su propia obra, -de su propia vida-, en un almacén que vendía colores y pinceles de muy variada calidad, y que, ventajosamente, se prestaba a este trueque. Sin embargo, a pesar de toda esta situación y además de que las recompensas económicas que recibió por la venta de sus cuadros siempre fueron escasas, no menguó nunca en Núñez Borda ni su absoluta convicción en que debía persistir en sus propósitos artísticos, ni su vértebra de integridad, honestidad y pulcritud personales y profesionales.

Los cuadros de Núñez Borda, cuando no eran vendidos directamente por él mismo, encontraban mercado en el almacén de don Eduardo Caycedo y en el de los Isidro Navas Borrero, situados en la carrera séptima con calle veintidós, así como también en un almacén de Chapinero localizado en la calle sesentaidós con carrera trece y que era una mezcla de relojería, marquetería y venta de materiales de arte.

Este hombre, muy alto, de aproximadamente 1.84 metros, delgado, moreno, de modales afables y gesto de cachaco federalista, se distinguió por la disciplina con la cual asumió su carrera de artista. Luis pintaba religiosamente a diario desde las diez de la mañana hasta la una y media, reasumiendo su trabajo a las dos hasta las cinco de la tarde. Su taller estaba siempre ubicado en el segundo o tercer patio de su casa. Decía de él una sobrina: "ya se sabía cuando Luis empezaba a pintar, porque se oía algo así como repiqueteo de maderas". Era que el artista -como tantos otros modelos humanos de superación-, desde temprana edad manifestó inestabilidad de pulso, lo cual desembocó en la enfermedad de Parkinson.

No se puede dejar de tomar como tema de reflexión, de manera premonitoria o como un augurio, que resulta sorprendente el denominador común de pobreza, opacidad en la vida de salón, y enfermedades o taras que han acompañado a tantos grandes del arte, como un reto maligno: músicos sordos, escritores ciegos, pintores con parkinsonismo. Y algo más: ubicación histórica y valoración de la obra, cuando ya su artífice ha muerto.

Pero tampoco puede olvidarse que ese arte que fluye desde el artista como una onda que expande sólo hasta la finitud de la pincelada, del acorde o de la palabra, regresa de inmediato a su creador, enriquecido por las partículas de su propia inminencia. Quizás entonces, no resulta atrevido creer que Luis Núñez alcanzaba un grado sutilísimo de placer con esta, su forma introvertida de pintar.

Lo que sí es claro, es el gran disfrute que supo encontrar en su método para tomar apuntes, para hacer bocetos y aún, en algunas ocasiones cuando más joven, para realizar totalmente un cuadro in sutu. El pintor salía en los fines de semana de paseo con sus amigos, con los niños de la casa, con su esposa, a recorrer su ciudad o la Sabana, a la cual Bogotá se ha ido tragando, y a veces, realizaba viajes de más larga trayectoria, fundamentalmente a La Mesa, en Cundinamarca, donde se interesó por su topografía y brumas y a Saldaña, en el Tolima, de donde provienen la mayoría de sus cuadros de tierra caliente propiamente dichos. Visitaba mucho la finca "Saldaña" en la población del mismo nombre, invitado por su amigo Lisandro Leyva Pereira. Otros paisajes de tierra caliente fueron basados en lámina o en fotografías proporcionadas por quienes encargaban tales obras.

Una fiel amiga del pintor y especialmente de su hijo Jorge, quien como ya dijimos, escogió la música como profesión para toda su vida fundando el Grupo Madrigal, y fuera maestro de instrumentos de cuerda, cuenta que cuando ella y su familia viajaron a la isla de San Andrés, por los años en que la fotografía vivía sus glorias del blanco y negro, de recuerdo le regaló a Luis Núñez, una placa donde el mar y las palmeras eran protagonistas. De esta fotografía, el pintor hizo un bello cuadro logrando un hermoso paisaje marino.

Los ríos sabaneros con sus remansos, las quebradas con sus saltos de agua, fueron temática sobresaliente en los paisajes de Núñez Borda. El Bogotá, el Fucha, el Sibaté y el Tunjuelito están presentes, y quizá ¿por qué no? corrientes dulces que se llamaron Chiscal, Manzanares y Madrid, hoy perdidas en el recuerdo hasta del lugar de su prisión bajo el atrio de San Agustín y la antigua Plaza de Armas.

Ir a robarse un momento del río, otro de las nubes y del viento, resultaba para Luis gratificante, no sólo en el aspecto de su trabajo, sino de su vida misma. Los paseos a la Vieja, quebrada a la que se iba con chingues y comiso en canastos, eran el encanto para el pintor, que nunca abandonaba su caja de pinturas a pesar de que es sabido que le gustaba pintar a solas, ya que se sentía molesto al exhibir su pincel apoyado sobre una regla. Por tal motivo Núñez Borda se limitaba a tomar apuntes que más tarde desarrollaría durante la semana en su taller.

Salir de misa de domingo, a la que nunca faltaba aún sin ser en extremo religioso, tomar rumbo a la Gallera de las Cruces para regresar de allí con sus amigos a jugar billar en un sitio llamado El Atrio de la Catedral, no obstaba para que Luis Núñez cumpliera sus horarios preconcebidos y organizados de trabajo como pintor y como funcionario que fue, por cortos períodos, tanto de entidades oficiales como del Banco López.

La salud de Núñez Borda comenzó a deteriorarse desde la década de los años cincuenta; pero al salir de sus enfermedades retornaba a su ritmo usual de trabajo. Sus últimas pinturas datan de 1968. En 1969 sufrió una trombosis, que aunaba a la arteriosclerosis, a la acentuación del parkinsonismo y a las úlceras varicosas que venía sufriendo hicieron que el anciano pintor, ya viudo, continuara solamente al cuidado de su hijo y algunos parientes. Surgió como imperativo su retiro al Ancianato Sara Zapata, en La Mesa a donde ingresó el 3 de diciembre de 1969.

Jorge Núñez Pontón, su hijo, había logrado con esfuerzos ilimitados adquirir una guitarra que fue encargada a España, con el objeto de dar una gran calidad a sus interpretaciones clásicas. Pero la situación de salud de su padre, se constituyó en circunstancia que sentenció a venta el precioso instrumento. Jorge Núñez no dudó; el bienestar de su padre primaba sobre todo.

Se canceló entonces el valor de la pensión en el ancianato y Luis Núñez fue a acariciar con sus ojos esas vegas y lomas que tantas veces fueran su inspiración.

Murió de una trombosis el 12 de enero de 1970, como quedó consignado en el folio 73 del Registro que lleva la institución, que lo albergaba. Quizá nadie alcanzó a decirle adiós, al pintor que Ricardo Gómez Campuzano consideraba que pintaba cielos como ninguno.

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